miércoles, 5 de julio de 2017

Un campo de concentración en la avenida de Meco

Hace unos días se conocía el hallazgo de un viejo artefacto explosivo cerca del parquecillo encajado entre la autovía, la Ciudad del Aire y la Base Militar Primo de Rivera. Fue Runa, una perra de la unidad canina de la Policía Militar, la que, en un paseo rutinario por los alrededores del acuartelamiento, alertó de la presencia de la bomba, semienterrada a pocos metros de un lugar al que suelen acudir vecinos y con mucho tráfico rodado. Avisados los TEDAX, se comprobó que se trataba de una granada anticarro de la Guerra Civil, lista para estallar por otra parte.
Una imagen del Centro de Instrucción de Reclutas (CIR) de la Base Primo de Rivera en los años 60 (postal extraída de la web del investigador local  José Carlos Canalda, www.jccanalda.es)
Ese descubrimiento evoca inevitablemente un tiempo de plomo en el que, antes de que la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial atormentara Londres, París, Berlín, Rotterdam, Cracovia o Dresde, Alcalá y los alcalaínos ya sufrían la espantosa experiencia de ver aviones de la Legión Condor surcar el cielo; de sufrir bombardeos calculados siguiendo las líneas rectas de la trama urbana; de buscar protección en refugios antiaéreos; de contemplar columnas de blindados cruzando las calles; de saberse rodeados de espías de potencias extranjeras, o de ser vecinos de un campo de concentración. Y éste último regresa a la memoria a raíz del hallazgo de esta granada, al igual que hace nueve años con la aparición de una fosa clandestina con restos óseos humanos en el recinto que acogió durante décadas a la Brigada Paracaidista. Porque precisamente muy cerca de esos parajes, hace casi 80 años, se llegaron a hacinar alrededor 15.000 combatientes de la Guerra Civil. Fue en el campo de concentración del Caño Gordo, también conocido como ‘El Manicomio’.

“Uno de los lados del campo se extendía a lo largo de la carretera de Meco. Allí nos encerraron como a corderillos en los apriscos, comíamos los coscurros de pan que por encima de las paredes del Manicomio nos arrojaban nuestras familias que nos apercibían de su llegada con los lloros…”. Así contaba Fernando Nacarino, histórico de la izquierda alcalaína, represaliado del régimen franquista y entrañable personaje del viejo Alcalá fallecido en 2007, su ingreso en el campo de concentración en el libro Nacarino. Historias de la guerra, de las cárceles de Alcalá…, obra del profesor y exconcejal Urbano Brihuega.

Los hechos que relata se sitúan en los primeros días de abril de 1939, una vez finalizada la guerra. El bando vencedor impuso entonces a todos los combatientes afectos a la República que se presentaran en el campo de concentración más próximo. Nacarino, como muchos otros soldados leales a la causa republicana, se personó en el Manicomio, un lugar de confinamiento que ya venía funcionando como campo de concentración desde hacía semanas, antes incluso de que las tropas franquistas hicieran su entrada en Alcalá el 28 de marzo de 1939. Cuando Naca llegó, en el campo no cabía un alfiler.


De la finca regada por el Caño Gordo al Psiquiátrico

La Base Primo de Rivera, emplazada hoy en día entre el parque Juan Pablo II del Ensanche, la Escuela Universitaria Cardenal Cisneros, la colonia Ciudad del Aire y la A-2, era en los años 30 del pasado siglo una finca de huertas y sembrados regados por un gran manantial llamado el Caño Gordo. Por ese nombre era conocido popularmente el lugar, en la ribera del camino a la vecina Meco y muy alejado entonces del centro de la ciudad. Los últimos caseríos se situaban por la actual calle Ferraz y prácticamente el casco urbano presentaba su límite por esa zona, a la altura del paso a nivel de la vía del tren ubicado en el lugar donde en el presente se levanta el puente de Meco, al lado del barrio de los Nogales.

Con la llegada de la República la bucólica estampa del Caño Gordo varió rápidamente al ser elegida la finca como solar para el Instituto Psiquiátrico Provincial. El 10 de diciembre de 1932 el mismísimo presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, acudió a Alcalá para colocar la primera piedra del que empezaría a llamarse de inmediato ‘El Manicomio’. El jefe del Estado estuvo acompañado en aquel acto por una comitiva de altura, que incluía al presidente del Gobierno, el complutense Manuel Azaña; el ministro de Instrucción Pública, Fernando de los Ríos; el doctor Gregorio Marañón, y, cómo no, el alcalde de la ciudad, por aquel entonces Juan Antonio Cumplido.

En los años siguientes, y aunque con constantes interrupciones por falta de presupuesto, se levantaron algunos pabellones y se valló el perímetro pero no llegó a entrar en funcionamiento. Así, con el psiquiátrico a medio hacer, estalló la guerra el 18 de julio de 1936. En Alcalá, plaza militar de postín desde el siglo XIX, algunos oficiales secundaron el golpe de estado contra el gobierno, pero apenas tres días después fueron reducidos por el resto de los destacamentos y por las milicias alineados con la República.
Milicianos llegando a la plaza de Cervantes en julio de 1936..
A partir de ese momento, la ciudad se convirtió en un baluarte estratégico del Ejército republicano. A las unidades militares asentadas ya en suelo alcalaíno, se unieron nuevas tropas a las que hubo que acantonar a la carrera mientras avanzaba la guerra. Por ejemplo, la 46 División al mando de Valentín González ‘El Campesino’, uno de los militares más conocidos del bando republicano. La morada que se le destinó fue el Manicomio, donde quedaron alojados más de 5.000 soldados, que además se hallaba muy cerca del aeródromo donde actualmente se asienta el Campus externo [el Grupo en Defensa del Patrimonio Complutense tiene elaborada una detallada guía sobe este recinto del que aún quedan muchas huellas sobre el terreno]. ‘El Campesino’ y sus oficiales, no obstante, tuvieron su cuartel general entre el Convento de las Carmelitas de la Imagen y el Palacio de los Casado o antiguo Hospital de San Lucas.  Aunque el amigo José María San Luciano me señala que el "jefe", en particular, se buscó acomodo en la casa del político local Cayo del Campo, en la esquina de la calle del Ángel con la Vía Complutense.

Guerra dentro de la guerra

La improvisada base militar montada en el Caño Gordo se mantuvo activa durante toda la guerra, si bien a partir de 1938, y con los sucesivos e imparables avances de las tropas franquistas, fue perdiendo efectivos hasta quedar solo al cuidado de un pequeño retén de soldados.

En esta situación se hallaba en las últimas semanas del conflicto, ya en el año 39, cuando se produjo un nuevo golpe de mano de los militares dentro del bando republicano. El 26 de febrero el Reino Unido y Francia reconocieron a la junta militar de Burgos y un día después Azaña dimitió como presidente de la República. Solo los comunistas se negaron a reconocer la derrota y apostaron por resistir y continuar la contienda hasta que estallase la guerra en toda Europa.

El coronel Segismundo Casado, ayudado por la CNT y el dirigente socialista moderado Besteiro, decidió tomar el mando republicando rebelándose contra el Gobierno de Negrín y constituyendo el 5 de marzo el Consejo Nacional de Defensa para tratar de alcanzar una “paz honrosa” con Franco. Este pronunciamiento dio lugar a una guerra dentro de la guerra entre casadistas y comunistas que se desarrolló durante una semana en Madrid y sus alrededores en mitad de un caos fantasmagórico: el Estado ya no existía dentro del bando republicano, las órdenes entre militares, gobernantes y políticos se contradecían y se daba rienda suelta a no pocos desquites.

Las tropas del coronel alcanzaron una victoria pírrica en la batalla interna el 12 de marzo y desarmaron a miles de comunistas que se convirtieron en prisioneros a los que había que buscar centros de reclusión. Y es entonces cuando el Manicomio cambió su uso militar por el de campo de concentración.

En sus pabellones y barracones fueron alojados cerca de 15.000 prisioneros, pues las demás penitenciarías de Alcalá a tope: las ya existentes en el viejo Colegio de Santo Tomás y la prisión de mujeres de La Galera, más las improvisadas en las Agustinas y en Carmen Calzado.

Una ciudad prisión

En cuestión de días, por tanto, Alcalá había doblado prácticamente su población, lo cual provocó severos problemas de abastecimiento. La ciudad había sido duramente castigada a lo largo de toda la guerra y el asentamiento de esta desproporcionada comunidad reclusa condenó al resto de la población a sufrir la hambruna más cruda.
Soldados del Ejército Republicano desfilando por la calle Libreros en noviembre de 1937.
Pero los presos se llevaron la peor parte. Sin una autoridad clara y sin legalidad a la que atenerse en aquellos inciertos días, muchos de ellos pudieron ser objeto de represalias y ajustes de cuentas del campo, según la tesis de muchos investigadores. Puede ser, en consecuencia, que en aquellos días en los que agonizaba la República se produjeran ajusticiamientos sin control y que se abriera la mencionada fosa clandestina, descubierta en marzo de 2008 con ocasión de unas obras en el muro norte del recinto de la Base Primo de Rivera.

El mismo descontrol pero con más ansias de revancha existía cuando las tropas nacionales hicieron su entrada en Alcalá a los pocos días y se encontraron con miles de enemigos amontonados en el Manicomio. No los liberaron, por supuesto. Y fue en los días y semanas siguientes cuando algunos testigos dejaron dicho que se escucharon disparos casi a diario dentro de las tapias del Caño Gordo, lo que quizá también podría estar relacionado con la fosa, cuyos restos nunca se llegaron a identificar, o al menos de manera pública no se informó de ello, aunque sí se certificó que pertenecían a militares por los restos de ropas y enseres localizados junto a ellos.

Sea como fuere, los allí recluidos no solo tuvieron  que soportar el cautiverio en situación de hacinamiento, sin espacio, sin alimentos y sin agua corriente, a la espera de condenas de cárcel o de sentencias de muerte en firme; sino que además tuvieron que hacer sitio a nuevos prisioneros, a medida que se entregaban combatientes o eran detenidos los ‘desafectos’ al nuevo régimen; una situación que se alargó hasta el año 42. Naca fue uno de esos últimos inquilinos, según recordaba en el libro de Brihuega: “El Manicomio fue mi primera prisión al acabar la guerra. Estuve siete días incomunicado aunque en el mismo campo de concentración me enteré de la muerte de tres camaradas, a los tres le dieron ‘el paseo”.

Queda claro, en fin, que Runa desenterró mucho más que una granada anticarro.